Era bella del modo que solo las mujeres realmente bellas lo son: sin
pretenderlo. No necesitaba arreglarse como para destacar algo previsible, porque en ella lo previsible no existía. Cada uno de sus gestos se
diferenciaba del anterior, así que en su presencia no cabía el recuerdo ni
la ansiedad por el futuro. En su compañía, los instantes duraban como si fueran eternos, y sin embargo, lo mejor de sí misma quedaba siempre pendiente de mostrarse. Cada próxima vez suponía una promesa renovada de sorpresas. El perfil de sus pómulos moldavos, el brillo de sus ojos oscuros, la línea suave de sus muñecas, el cuello de cisne y su boca serena, desvelaban todos sus
misterios sin aclararlos del todo. Esa mujer rumana, que llegaba por las
mañanas a mi vida, desde hacía tantos meses, era bella de un modo tan silencioso y discreto, tan profundo, pero a la vez tan variable y alocado, que me hacía creer, o soñar, un poco ingenuamente, que podría estarme destinada como un secreto, solo para mi propia felicidad.